Proyecto de creación colectiva realizado durante el VII Festival de Teatro para el Fin del Mundo
II. Sobre la administración del consumo, la intervención de la selva y la excavación de los fondos de la tierra
En los entornos lacustres donde la condición de TIERRA es escasa, la concentración de los esfuerzos se ha concentrado en las áreas de organización donde se resalta el anonimato.
Se construye sobre reiteraciones macabras. Edificios sin ventanas, sin puertas, sin fondo. Espacios vacíos producidos por el excedente de los bonos petroleros, por la necesidad de licitar contratos públicos a discreción durante el curso de las breves administraciones municipales, espacios vacíos, que denotan el síntoma amargo de los diseñadores de este espacio, que es la falta de imaginación y el exceso de intereses.
Nos encontramos ante un fracaso urbano: esta plaza es horrible. ¿Cómo asumir al respecto alguna posición de orgullo local cuando las construcciones se enciman, una a la otra sin sentido de estilo ni armonía, cuando cada diez años el nuevo proyecto supera a los anteriores en sus fórmulas grotescas e inútiles? ¿Qué hacer ante esta condición inobjetable de fealdad, de estupidez urbanística, de caos e inhabitabilidad del centro público de este municipio?
Esta ciudad no ha sido hecha para ser habitada, sino para justificar gastos ante la federación. Es decir, para blanquear excedentes. Es decir, para enriquecer a algunos. Es decir, para que a cientos o miles de kilómetros de aquí, otras ciudades funcionen y se embellezcan. Lo mismo dan los culpables. Sean las añejas cúpulas sindicales, los políticos locales o federales, los empresarios oportunistas, los obreros huevones, los jóvenes desobligados, los ancestros inconscientes que nos trajeron a vivir a una ciudad con nombre de político acribillado…
La corrupción es la condición ética de la falta de estética.
Sin belleza no hay ciudadanía. Sin armonía no hay civilización.
Esta ciudad horrible es el síntoma de que vivimos en la barbarie.
De que contrarios a las civilizaciones antiguas que habitaron armónicamente estas tierras, nosotros no somos ni siquiera capaces de construir bien una ciudad.
Esta ciudad tiene apenas unas cuantas décadas. Le han puesto una O para quitarle la madera, y en tres generaciones apenas ya la echamos a perder.
Así bien, la añeja estructura de una polis, o bien, de los parques, rodeados por las instituciones del poder y la fe, ha sido sustituida por un espacio donde la centralidad la ocupa el centro comercial y el automóvil. En resumen: un pozo sin fondo. Monumento tras monumento dirigidos a la estupidez.
Esta centralidad, si bien territorial, no puede evitar ser paradójica. Implica el sacrificio forzoso de los objetos reticentes a la actividad práctica: los árboles, las piedras, las aves; así como a la renuncia de su espacio de crecimiento: la TIERRA.
La tierra por sí sola, suele reclamarse. Con el paso del tiempo los errores propios de cada ciudad son enmendados por ésta en diversas formas de erosión, de polvo o de maleza.
Por eso, a la lógica de la ciudad-aestética le es indisociable la edificación perpetua. Ninguna reconstrucción le sería posible. Pero tampoco le será permitido el paso del tiempo.
Los edificios se construirán sistemáticamente con el firme propósito de no ser terminados. Antes de ello, justo cuando los años vayan madurando la exigencia de que la arquitectura se concluya para ser habitada, se reparará en el fracaso y se reiniciará un nuevo proyecto, una nueva función. El parque se hará cine, el cine estacionamiento, a su vez, espacio vacío, refugio underground y tránsito de vehículos extraviados. Un teatro para el fin del mundo, también un mundo sin fin de teatro, pero de ninguna manera se legará a su suerte, pues se correría el riesgo, como con todo agujero, de volverse a llenar de tierra, o quizá de agua, o quizá, de mierda.
De ahí, que contrario a un ejercicio de territorialización –la definición de lugares identificados a símbolos y prácticas específicas– nos encontremos ahora ante otro des-territorio. Un sitio que no fue y al que se le borró lo que fue. Y al que a nadie le importa si lo ha sido algún día.
Cualquier elemento suplantado: el estacionamiento, la plaza comercial, el cine, el bazar, no puede rehuir de aquel elemento sacrificial primigenio: arrancar las raíces, agujerar la tierra.
Distribución que denota una condición contradictoria que es la expresión fidedigna y perversa de los poderes locales, que es su nula de legitimidad. No pertenecen aquí, intrusos. Y quizá tampoco nosotros aquí pertenezcamos.
¿Qué posesión puede tener alguien de un pedazo de tierra cuando la llena de agujeros? ¿Qué justificación habría de tener una civilización que escarba las entrañas para dejarlas vacías? ¿Esperamos acaso que con este comportamiento la tierra nos sea propicia?
Esto no es un centro comercial, es una mina. Esto no es una ciudad, es una infamia.
Propongamos pues, subvertir la mina. Llenarla de los restos de cemento de la plaza que se merece que la devastemos.
Propongamos pues, subvertir la infamia. Expulsemos de la ciudad a los que la hicieron fea y construyamos en su sitio una selva donde habitemos aullando y devorando sombras. Hagamos la ciudad un humedal impenetrable de palabras que combata el resplandor de la noche y limpie el cielo del resplandor del fuego y nos permita ver al fin, desde este mismo sitio, de nuevo las estrellas.
La ciudad, como error, permanece.
Vacía de objetos. Vacía de tiempo. Una vez más, sin ideas.
En el tránsito sin desplazamiento de esta excavación sin propósito, subyace la idea:
¿no acaso esta ciudad la hicimos nosotros?
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