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Fernando Martín Velazco

Cinco siglos para unir los mares: Breve crónica contrafactual de la ciudad lacustre


Cuando el águila vio a los aztecas, inclinó su cabeza, o eso cuenta la Crónica Mexicáyotl sobre el primer momento en que los futuros selenopolitanos, así llamados por Diego José Abad en su De Deo Deoque Homine Heroica, avistaron por primera vez el territorio lacustre que en el futuro sería su hogar. El nombre es discutido, pues no hay certeza de que México significase “ombligo de la luna” en un origen, pero el uso le ha impuesto este uso a una ciudad que flota sobre las aguas.

Amplios y conocidos son los estudios históricos y mitológicos que narran el origen y desarrollo de México-Tenochtitlan a la luz de las culturas del mundo. Y si bien, son aún motivo de polémica e innumerables discusiones académicas los hechos que originaron el asentamiento sobre un manto acuoso, algo es claro: aquel fue el inicio de una tradición ininterrumpida de convivencia entre la Ciudad y el agua. Medio físico hostil para los seres humanos, fue primero un territorio de conquista del ingenio y la técnica, para convertirse después en la inspiración de civilizaciones sucesivas.

En los sueños de los mexicas y la autocrítica de los españoles, el agua se impuso como excepción continua al resto de los reinos de la Europa ultramarina y se consolidó como un Mediterráneo alterno. Transformó la teología y los ámbitos de la cultura en formas nunca antes vistas, aceleró los procesos del comercio y del desarrollo tecnológico, cambió las estrategias militares y anticipó, con estremecedora antelación, los ciclos de la injusticia social que azotarían las sociedades del mundo moderno.

En 2019 se cumple medio milenio de la llegada de los conquistadores españoles al Valle de México. En un inicio la visión de los gobiernos novohispanos respecto a los ríos y lagos del área lacustre fue de rechazo. Se creía que el agua era cosa del demonio, y que una ciudad sobre un lago era cosa de pueblos paganos. Comprobada estaba la afección de los gobernantes prehispánicos por el agua como medio de vida: Nezahualcóyotl había diseñado el sistema de presas y canales que controlaba los niveles de los lagos, y Ahuizótl, huey tlatoani de Tenochtitlan, se había obsesionado con unir ambos mares al punto que, no conforme con conquistar ambas costas de Mesoamérica, había inundado la ciudad con la ilusión de lograr tal empresa transformando el valle en una inmensa bahía, motivo por el cual moriría ahogado. Entre los aztecas se corría el rumor de que el emperador no había muerto y que un día emergería de las aguas para reclamar el trono de México-Tenochtitlan, motivo por el cual secar el lago se convertía en una forma de asegurar que el rey azteca no regresara a amenazar el dominio hispano.

Además, las constantes inundaciones volvían a los conquistadores reacios a la idea de vivir en una ciudad al interior de un lago y consideraron en distintas ocasiones mudar la capital a Coyoacán. Sería la propia religión la que los obligaría a entenderse con el entorno lacustre. En 1531, con la aparición de la Virgen de Guadalupe sobre el lago de Texcoco a un indígena campesino que se transportaba en una canoa, el agua adquiriría un prestigio distinto para los españoles recién llegados.

Pronto, la cultura de la Nueva España se reveló como una predominantemente acuática. Al espíritu de migración a través de barcos de los recién llegados se sumó la pericia e ingenio de los indígenas, desconfiados de los vehículos con ruedas, para conectar las vías de comercio a través de pequeñas embarcaciones.

Ya en 1551 Luis de Velasco, virrey de la Nueva España, escribe al monarca Felipe II sobre la conveniencia de avanzar la evangelización a través de la navegación de ríos, para lo cual son necesarios grandes esfuerzos, así que sugiere aprovechar la excavación de minas para la formación de canales y la adaptación de los ríos existentes. Es así como el proyecto de navegación interior se extiende a lo largo de los siglos, hacia el norte con la formación del Real Canal de Tierra Adentro, y hacia el sur a través de un sistema de canales que unieron Acapulco con Tampico y Veracruz a través de la Ciudad de México.

Sor Juana Inés de la Cruz retrata este afán acuático de la sociedad novohispana en estos célebres endecasílabos:

“[...]hombres sois los de mares interiores

como afectos de la imaginación,

surcan tierras abyectos de pasiones,

tanto ignoran, navegar con corazón.

Lo cierto es que este afán acuático se presentó no a pocas dificultades. La rápida conectividad del Valle de México a través de embarcaciones convirtió, a la postre, en motivo de la inseguridad de su tránsito. Numerosos son los testimonios de robo y pillaje a la Ciudad de México a manos de grupos de piratas lacustres. Finalmente el virrey García Sarmiento de Sotomayor formó un contingente militar que disolvió la comunidad rebelde que se había organizado en a orillas del lago de Zumpango.

Con el tiempo la ciudad lacustre se convirtió en la metrópoli más próspera de la hispanidad. Por ella pasaban las rutas comerciales que conectaban a Europa con China y Filipinas. Este intercambio originó que su influencia se extendiera más allá del océano. El modelo de la ciudad lacustre se replicó en varias ciudades europeas, sobre todo al norte de Italia, donde el uso de la chinampina en la agricultura se popularizó.

El siglo XIX llegó a la ciudad lacustre marcado por las ideas de cambio. Era común el tráfico de libros prohibidos en los pequeños puertos del Valle de México, cerca de los cuales proliferaban cafés y pulquerías, espacio donde se discutía el pensamiento de los ilustrados franceses. Hacia 1803 un importante grupo de hacendados vallisoletanos se niegan a pagar más impuestos a la metrópoli española. Al ser ignorados en su demanda colectiva por el gobierno novohispano en su visita a la capital, expresan su queja tirando cajas de aguacates en el puerto de la capital novohispana. Se trataba de una de las primeras expresiones de lo que en el futuro cercano sería el movimiento de independencia.

A diferencia de otras naciones americanas, la guerra independentista se libró en México en canoas más que en caballos. Eso marcó el curso de la misma. El cura Hidalgo, iniciador del movimiento, no toma la Ciudad de México por su falta de embarcaciones. Por su parte, Agustín de Iturbide, quien finalmente consuma la independencia nacional, desfila por la capital en un contingente acuático y es coronado emperador sobre la proa de un pequeño y muy novedoso barco de vapor.

Sugerentes son los testimonios de esa patria recién independizada. Humboldt describe a su paso por la capital mexicana con detalle su flora y fauna, e imagina la expansión del sistema de canales para poder conectar ambos océanos con embarcaciones de gran calado, haciendo eco de los sueños de Moctezuma I, Nezahualcóyotl y el propio emperador ahogado Ahuizótl. Por su parte el romanticismo mexicano exaltaba en numerosas ocasiones a la patria mexicana como el reino del agua. Todo un clásico es el poema popular que compara al profeta Moisés con el general Antonio López Santa Ana, por este ser capaz de abrir la tierra para las aguas, sin duda un milagro para llevar a su pueblo a mejor puerto.

La invasión norteamericana encuentra a una Ciudad de México fortalecida en su espíritu y su resistencia. El sitio a la Ciudad de México duró nueve meses. Los soldados norteamericanos, gran parte de ellos de origen irlandés, se negaron a envenenar las aguas del lago de Texcoco porque en él se había aparecido la virgen de Guadalupe. La toma del castillo de Chapultepec estuvo marcada por el episodio extraordinario en el cual un cadete del colegio militar llevó la bandera mexicana nadando desde el bosque hasta el pueblo de Mixcoac. Cuando finalmente terminó la intervención de los anglosajones, un importante grupo de irlandeses se estableció una comunidad en los terrenos aledaños al Tepeyac, fundando la primera cervecería del país usando las aguas del lago.

La segunda mitad del siglo XIX traería nuevas guerras de ocupación a la ciudad lacustre. Durante la intervención francesa las sofisticadas tácticas militares napoleónicas se verían una y otra vez en problemas para adaptarse a superficies de agua, donde los mexicanos eran veloces y experimentados. No sería sino hasta el desmantelamiento y reconstrucción de los buques Diamante y Lucifer en las aguas del lago que el dominio extranjero sobre la capital mexicana fue asegurado.

De esta manera se coronó al príncipe austrohúngaro Maximiliano de Hasburgo como gobernante del Imperio Mexicano. Su Corte y su gobierno se establecieron en el castillo de Chapultepec. Se sabe que la fortaleza le recordaba a su castillo en Trieste, y quiso ampliar las similitudes abriendo un paso naval hasta Veracruz. El proyecto, sólo posible en sus más descabellados sueños, pretendía excavar los afluentes de varios ríos hasta hacer posible un Nuevo Adriático, a través del cual pudiera ir y regresar a Europa a través de barco. El trágico final del segundo emperador mexicano decidió que fueran las corrientes de ese proyecto las que lo llevaran de vuelta a su tumba en su amado castillo austriaco.

Con la restauración de la república, el presidente Juárez retomó en parte el proyecto del emperador, pero en esta ocasión con un enfoque dirigido a favorecer el comercio internacional. En una larga negociación con los Estados Unidos, Melchor Ocampo consiguió el reconocimiento al gobierno republicano y el financiamiento para continuar con el proyecto de navegación interior hasta la ciudad de México. La firma del acuerdo, que reconocía el dominio norteamericano en los estados del norte y convertía el río Bravo en zona libre, no dejó de ser polémico, al habilitar un rápido acceso del mar a una capital tan afectada durante todo el siglo por las constantes guerras civiles y las invasiones extranjeras.

El proyecto del canal intermexicano regresó en cierta medida el papel protagónico de la capital mexicana en el comercio mundial. A la ciudad lacustre llegaron empresas de todo el mundo, que mediante un dinámico sistema de presas, canales y poleas, habilitó un rápido desarrollo del intercambio y la pacificación del centro del país. El barco se convirtió en el símbolo del orden y el progreso traídos por los liberales encabezados por el presidente Juárez, cuyo mandato se extendió hasta el fin de siglo. Muerto a los 93 años, el oaxaqueño se convirtió en un símbolo del liberalismo internacional y su influencia trajo gran prestigio al país mexicano.

Fue relevado por el viejo general Porfirio Díaz, héroe en la guerra de intervención francesa, que ocupó apenas 10 años la silla presidencial, en los que es obligado a pedir licencia en seis ocasiones. En sus cortos períodos de gobierno reanuda, influido por los embajadores norteamericanos, el canal de Tehuantepec, mucho más económico que el de la altura del Valle de México y ubicado en una zona por la cual tenía especial predilección por radicar ahí su amada Juana Catalina Romero. Es la revolución mexicana hecha en barcos de vapor la que regresa el proyecto al centro del país.

Mucho se ha escrito sobre las demandas contradictorias de los revolucionarios mexicanos, que suelen dividirse en los grupos constitucionalista y populares. Una de las demandas centrales de estos últimos fue la del acceso universal al agua, que había entrado en un proceso de privatización sostenido desde tiempos del presidente Juárez. El grupo revolucionario dirigido por Emiliano Zapata se levantó con una consigna breve: “la lluvia cae para todos”. Exigía se aboliera las concesiones privadas de la explotación de ríos, lagos y mares. Según el ensayista Octavio Paz “la revolución es la cascada donde los afluentes de México se unen y caen juntos, revelando así, la transparencia común de sus múltiples signos”.

Después de una cruenta guerra civil, los grupos veracruzano y yucateco, formados sobre todo por poderosos navieros, se impone en el gobierno, dando lugar al Partido Revolucionario Institucional, que gobernaría el país por siete décadas. Con el tiempo toman fuerza en el mismo ideas nacionalistas y reaparece con fuerza la figura de Zapata y otros líderes populares vencidos en la guerra civil. La capital mexicana se convierte en la primera ciudad del mundo en garantizar el derecho universal al agua, lo cual se entendía como una metáfora de que cualquier persona podía echarse al lago en cualquier momento sin temor a represalias.

Los proyectos desarrollistas traen diversos experimentos a la ciudad lacustre. La siembra de tilapias en el área de agua dulce del lago de Texcoco se convierte en el principal objeto de exportación de la ciudad de México, que explota su altura para vender recursos hídricos como productos de lujo. La modernidad mexicana importa las ideas del modernismo europeo haciendo adaptaciones locales. Se vuelven comunes los multifamiliares flotantes, así como los barcos-fábrica, que transforman productos de importación de una costa a otra usando la mano de obra barata del Valle de México.

Hacia la mitad del siglo, los franceses re descubren México, empujados por las guerras mundiales a un éxodo masivo que desembarca en la antigua capital mexica. El urbanista Le Corbusier se muda a la ciudad lacustre enamorado de sus paisajes y funda la escuela modernista de arquitectura, con alumnos notables que se reúnen en su estudio en Iztapalapa, frente al lago, para discutir el futuro de las ciudades en el agua. México se convierte en refugio de innumerables intelectuales y artistas. El grupo surrealista dirigido por André Bretón funda una comuna en el volcán de Guadalupe rodeado de agua, y no pocos existencialistas encuentran en el escenario lacustre un espacio para la libre discusión de ideas, sembrando siempre la sospecha sobre la hegemonía de un partido único que mantenía sus cuotas de poder con la garantía del milagro económico mexicano.

Por su parte, el muralismo mexicano retoma las antiguas tradiciones de arte público de los mexicas y decora lo mismo edificios gubernamentales que embarcaciones lacustres. Con la ampliación del puerto de Xochimilco, Diego Rivera pinta su obra cumbre, El agua, origen de la vida, convirtiéndose en la pintura mural más grande hasta el momento y todo un hito cultural de la historia moderna de México. Pedro Ramírez Vásquez inicia la reconstrucción del Templo Mayor en su emplazamiento original, en medio de una férrea polémica sobre el cuidado del patrimonio arqueológico. Por su parte el novelista José Revueltas alcanza la fama internacional por su libro de madurez titulado Los muros de agua, que recibe muy pronto una elogiosa reseña de un entusiasta Albert Camus en visita a México recién ganado el Nobel de literatura.

Hacia la segunda mitad de siglo el lago comienza a saturarse de tráfico naviero. El gobierno restringe el tránsito a través del mismo y prohibe la vivienda en embarcaciones, práctica popular del movimiento hippie, justo el año en que organiza las olimpiadas deportivas y culturales, con el propósito de evitar saturación en la movilidad en la ciudad. Esto provoca una violenta respuesta de grupos estudiantiles, liderados por la escuela de marina mercante, que se quejan de los complicados requisitos para navegar y de los altos precios de la renta en la ciudad, lo que les deja como única alternativa vivir en los barcos del sistema lagunario. El movimiento toma barcos, sabotea el comercio naval con gran eficacia y se escabulle entre la superficie inagotable del lago. En un acto inaudito, el gobierno del presidente Díaz Ordaz debe recular sobre la prohibición, disolviendo la guardia lacustre de la Ciudad de México. México vive una apertura libertaria que dura poco: al año siguiente el costo de la tenencia naval sube por encima del costo de la renta inmobiliaria. Las protestas son violentamente reprimidas y los grupos opositores huyen a la costa del Pacífico, donde comienzan a haber asentamientos irregulares en islas y archipiélagos que claman por su autonomía en franca resistencia al gobierno central.

Con el fin de siglo, la megalópolis crece a través de sistemas de irrigación y presas que se expanden hacia ambas costas desaforadamente. El tiempo y el desgaste político, llevan a la derrota en las elecciones del partido único, que ya no lo es más, y el nuevo gobierno de democracia cristiana retoma a la virgen de Guadalupe y el lago de Texcoco como símbolo de la unidad nacional, por encima de las corrientes nacionalistas que durante décadas pretendían un regreso al esplendor mexica y tomaban como símbolo exclusivo el escudo del águila devorando una serpiente sobre el mismo lago. El presidente de la transición anuncia el gran megaproyecto de infraestructura para el siglo XXI en la cuenca del Valle de México: consiste en el puerto de gran calado a más altura en el mundo, el que unirá finalmente ambos océanos en una sola bahía a mil metros sobre el nivel del mar.

El proyecto inicia con enorme optimismo social por parte de la sociedad selenopolitana. El Valle de México se convertirá en un par de décadas, a palabras del presidente, en la Bahía de Guadalupe. Cruceros y buques transatlánticos recorrerán sus aguas y cruzarán la ruta de los volcanes. México se convertirá en el primer país cuya infraestructura es capaz de doblegar la fuerza de dos mares y elevar las aguas hasta el cielo.

El proyecto avanza con lentitud. Para construirse, es necesario formar una secuencia de presas en los valles de la provincia, lo que afecta las tierras de algunos grupos campesinos e indígenas. Se aprueba una ley que permite al gobierno declarar el cauce de los ríos zonas de interés estratégico para expropiarlos, que es cuestionada en su legalidad, por oponerse al acceso universal al agua consagrado en la constitución de 1917. El siguiente presidente del mismo partido vacila sobre la continuidad del proyecto, pero los mercados financieros presionan al gobierno en turno para abrir los valles al paso de los barcos, pues un gran porcentaje los bonos de deuda están emitidos sobre las ganancias de las exportaciones marítimas en el puerto de Texcoco.

Dos sexenios después, iniciado el siglo XXI se realiza una consulta ciudadana sobre el Puerto Internacional de la Ciudad de México en la cual, al rechazarlo, sus habitantes ponen en cuestionamiento el proyecto de desarrollo que ha seguido el país durante cinco siglos.

Entonces aparece una corriente de opinión pública que gana terreno aceleradamente. Se trata de quienes defienden la sugerencia del alemán Enrico Martínez, hace casi quinientos años, de que lo mejor sería desecar el lago y hacerlo una ciudad sobre una meseta seca.

Se afirma entonces, pueden construirse aeropuertos en lugar de puertos con enorme eficacia. El futuro está en el aire, afirman algunos intelectuales y expertos: hay que volver al cielo, de donde viene la lluvia, hay que unir al cielo con la tierra; los barcos son ya cosa del pasado. “Somos los hijos del sol”, se lee en algunas pintas en la calle influidas en un renovado mesianismo de inspiración prehispánica. Una recién formada tribu urbana propone una idea aún más arriesgada sólo al alcance de sus fantasías: hacer un puente aéreo con la luna.

Son tiempos de incertidumbre en la ciudad lacustre.

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